LICÁNTROPO


Son los meses más cálidos en aquella pequeña población; allá dónde el abrasante sol entorpece el quehacer común de aquellos individuos que orgullosos se proclaman a sí mismos como "vencedores del desierto". Justo a la periferia de la ciudad, se encuentra una pequeña colonia rural conocida, —para colmo—, como “la quemada”.  Enclavado en el corazón de aquél pequeño poblado se encuentra, a manera de testigo, una pequeña habitación. Al interior se encuentra un hombre rígidamente dispuesto en un duro catre humedecido por la natural defensa del cuerpo humano hacia los tortuosos embates del intenso calor. Para él, muchas cosas carecen de un vital sentido; los duros golpes de la perversa enfermedad le han hecho sucumbir hasta de los más simples ideales a los que puede aspirar cualquier hombre común.

Una tosca sensación de sofoco le hizo regresar de su pesado letargo. Su triste rostro, somnoliento, es abundantemente bañado por el febril rocío que empapa naturalmente a todo ser consciente en aquella árida tierra enclavada en medio de algo más bien parecido al mismo infierno. La mortal penumbra le nubla el juicio y la visión. Postrado en aquella oscura jaula, el tiempo parece discurrir sin notoria percepción. Para aliviar la amarga sequedad en la boca, el hombre disponía habitualmente la mano hacia un gran cántaro de barro que contenía un refrescante brebaje preparado a base de agua simple y alcohol. Enclaustrado entre las irregulares paredes de aquella lúgubre prisión, su razonamiento se ha alejado de los cánones de lo habitual, tornándose, más bien, hacia una alterna realidad en la que sólo se notaba a sí mismo.

De manera abrupta, un fuerte impulso le hizo recobrarse de aquel etéreo estado, reponiéndose enérgicamente de su deplorable condición. Era ese día del mes en el que su delírium trémens no le permitía distinguir de si aquello que lo atormentaba era producto de su crónica enfermedad o del cruel castigo de aquel fenómeno acción-reacción al que algunos iluminados personajes llaman karma. Impulsado por un febril delirio, el hombre abrió la puerta de madera, la cual poseía la más próxima facultad para dejar pasar los rayos solares del tan extraño día. Para su sorpresa, un encendido atardecer le recibió a su vista; uno de aquellos habituales crepúsculos de verano de aquella inhóspita región en dónde los pesados nubarrones se asemejan a miles de enormes brasas dispuestas, a propósito, hasta el rojo más vivo. La impresión del hombre al ver el cobrizo escenario fue indescriptible; el espasmo en su rostro se asemejaba al de quien recibe la más espantosa noticia, dejándole a merced de la más profunda desesperanza. De manera extraña, las calles aledañas, así como las casas vecinas se encontraban sumergidas en la más profunda soledad; ni el más mínimo suspiro de algún ser viviente se atendía en aquél singular escenario. Era como si el infernal atardecer previniese a toda alma de los peligrosos sucesos que podrían avecinarse enseguida tras caer el sol. De manera que aquél desafortunado individuo era el único testigo ocular de la sofocante atmósfera producida por el peculiar paisaje. Para subyugar la impresión, el hombre bebió a grandes tragos el resto del contenido de su cántaro de barro, para tan solo después, desplomarse entumecido en una vieja silla mecedora tristemente dispuesta por el infame destino para contener el lánguido ánimo de cualquier agonizante ser.


Justo en el extremo más lejano de la propiedad aledaña, justo a la orilla de un terreno baldío contiguo, se encuentra el único rincón del poblado que no es alcanzado por luz artificial alguna durante las noches. Justo en esa profunda penumbra, hasta el día de hoy, se encuentra un antiquísimo árbol de nogal, como de aquellos que son artificialmente dispuestos en aquellas tierras debido a lo valioso de su afamado fruto. Sin embargo, aquella enorme planta es peculiarmente distinta; su estructura y forma son, en por mayor, extrañas; su tronco evoca una agonizante silueta como si se tratase de una atormentada alma que palidece ante la más infame tortura. La curiosa corteza de aquel arbóreo espécimen presenta marcadas hendiduras que evocan violentos tajos realizados por alguna horrible bestia de agudas garras. Sin embargo, y aun con esto, la peculiaridad más insólita de aquel espécimen radica en el color marrón sanguíneo de su tronco, como si de alguna suerte de amortajada embestidura le recubriera. Es bien sabido por los lugareños que por esa sección de tierra no circula corriente acuosa alguna, y, tan extraño es el mantenimiento del follaje de aquel árbol ante la tan marcada sequedad, que cualquier explicación del fenómeno resulta al por mayor irrazonable. Más el hombre era el único que conocía la verdad del asunto. Justo en los límites externos del gran solar abarcado por aquel predio, tan sólo a unos distantes metros a los pies del insólito árbol, ha existido, desde tiempo atrás, una profunda catacumba dispuesta hacia el subsuelo. Cualquier natural intuiría que de un antiguo pozo se tratase aquél peculiar hoyo; sin embargo, la forma irregular de su diámetro hace dudar de la lógica de tal afirmación. Mes tras mes, en el particular día posterior a la luna llena, en las áreas circundantes al negruzco orificio aparecen rastros sanguíneos caóticamente esparcidos que desembocan hacia la mencionada cavidad. Aquel hombre era el único que conocía la insólita verdad del asunto; el mantenimiento de aquel árbol se debía a su continuo nutriente sanguíneo provisto por aquella terrible bestia licantrópica que surgía cada noche de luna llena.

Una negruzca noche recibió al hombre tras recobrar los primeros rastros de conciencia obtenidos a través de una borrosa visión. El árido viento se había tornado en una fresca brisa que aliviaba la chamuscada piel del infortunado sujeto. La luna llena avistaba grande cerca del horizonte mostrando el mal augurio a través de un rojizo semblante; luna de sangre aquella singular noche. Crocantes sonidos provenían del punto exacto a la densa copa del árbol; feroces fauces producían sonidos voraces que hipnotizaban al desafortunado hombre; era la hora, él lo sabía. Ni toda la penitencia religiosa existente bastaría para saldar las malas pasadas que en algún momento encausó aquel imprudente individuo. Un agudo dolor le atravesó la parte baja de la espalda; su piel se eriza al sentir filosas garras que le sujetan de las vértebras de la columna. Su última vista: siendo arrastrado sobre el terregoso solar entre espinas, rastrojos y piedras que destrozan sus prendas y laceran su piel, siendo llevado hacia aquél oscuro hoyo situado a los pies del singular árbol.

Jamás se supo más de él. Días después, al no existir señal de su presencia, se le buscó; sólo para encontrar su cántaro de barro quebrado en pedazos junto a la silla mecedora, su viejo catre sucio y maloliente adornado por cobijas revueltas y mugrosas, así como las puertas de su cuarto abiertas de par en par. La tierra le había devorado para siempre.