EL BÓLIDO
Últimamente, y, de vez en vez, voy arriesgando la vida por cuarenta pesos; el juego implícito de la supervivencia ejecutado a su máxima expresión. Esto me recuerda la catastrófica narración de Juan Rulfo: La piel de un indio no cuesta cara, y así, muy a menudo me pregunto: ¿Qué tan caro resulta conservar la vida misma en las constantes condiciones plagadas de tan abundantes y funestos infortunios?. Entonces, el improbabilísimo acto de la conciencia existencial obligatoriamente conlleva las más tortuosas batallas, los más terribles tormentos, las más lacerantes experiencias, los más agónicos sucesos; vaya tan singular epifanía. Pero, a pesar de todo lo que esta fulgurante lógica conlleva, muy resignadamente me cuestiono: ¿debería temerle a algo aquél hombre que ya lo ha perdido todo?.
En la rutina ordinaria saturada de mis habituales delirios de insomnio diurno, decidí, resignadamente aceptar la realidad que abrupta se presentaba, vacilante, borrosa, equivalente a aquel manto de agua transparente en caída libre que difumina la visión, como ese que aguza efectivamente la incapacidad de distinguir la realidad de la ficción, como ese que tergiversa las regulares líneas en imperfectas formas, como ese que transforma las armoniosas melodías en irregulares tritonos de matices maldecidas. Así es que, tras resignados suspiros y fuertes cavilaciones, me monté en el peligroso bólido de la muerte, ahí donde ella misma te acaricia y te susurra al oído los tristes versos de tu futuro estado rígido e inevitable proceso de putrefacción. Es allí, en la plaza trasera del peligroso móvil, donde ella posa su flaco y mortecino cuerpo, mostrando su hueca mirada de severo aspecto y talante fúnebre, envestida de un negruzco disfraz, cruzada de brazos y piernas, nadando en el mar de la paciencia, confiando en el sin sentido del infinito, apelando a la decadente inercia entrópica a la que se nos dispuso, para nuestro beneficio, por aquel amoroso creador.
Así es que, me puse en marcha. El cálido viento del medio día traía a mi rostro abundantes nubes de moscos cuyo desafortunado destino era cruzarse en el camino de tan apurado servidor, supongo que ello era algo inevitable al recorrer veinte metros de rugoso pavimento por cada tick tack que cronometraba el segundero del reloj. De vez en cuando yo abría la boca para tomar una bocanada de aire y allí conseguía atrapar dos o tres insectos; al principio, lograba echarlos fuera, pero debido a la lejanía del viaje y a la densa capa de zancudos que revoloteaban, opté por la más simple opción de mascarlos, luego escupirlos, pero algunas otras veces resignadamente los tragaba; ello requería el mínimo esfuerzo, y, a final de cuentas, no caen mal unas proteínas extras al cuerpo ¿no? , ¿Qué más da? , son simples insectos, uno más, uno menos, su ausencia o permanencia no afecta en lo más mínimo a la duración del día, o al movimiento de los planetas o al destino del universo mismo. Así, después de meditar en lo anterior y tras un instante en el que mi mente divagaba en la profundidad del camino y en lo absurdo de la nada, recuperé la conciencia y la razón nuevamente me asistió; justo entonces, un camión de carga se presentó detrás, pareciera que apareciera de repente o que alguien o algo, para mí desconocido, lo colocara ahí sin algún permiso, sin previo aviso, sin anuncio oportuno; no hubo ruido, señal o pista, ni siquiera el más pequeño atisbo de su mortal presencia. Mi pasajera sonreía. Por mi parte, nervioso, lanzaba miradas furtivas que supervisaban el paso de aquella inmensa mole que crujía como fierro viejo; cualquier mal maniobra y mi total materia sería devorada por las fauces de hierro y caucho que componían aquella singular bestia. Al principio, nos separaba una distancia de algo así de quince metros, contando desde la llanta trasera de mi vehículo hasta la parte frontal del metálico mastodonte, sin embargo, tan sólo poco después, el infernal cacharro apareció más grande en apariencia según el cabal juicio de mi pequeño retrovisor, que me alertaba: “los objetos están más cerca de lo que aparentan”. Al parecer, sólo cinco metros me separaban de reventar estrepitosamente y dejar expuestos mil rastros de asquerosas viseras con mierda y sangre en el asfalto caliente. Instintivamente giré el puño derecho en dirección contrarreloj, aceleré; él pesado bólido también lo hizo. Espejié y miré la silueta negra del conductor, su rostro dibujaba una sardónica sonrisa complementada con un par de ojos vidriosos que anunciaban una locura, a todas luces, demente. El desgraciado se divertía, jugaba con el perverso placer de tener en sus manos la facultad de torturar a un hombre, de poseer la capacidad de remover el acto de la conciencia humana, de exterminar la existencia con facultades propias y sin testigo alguno. “Motociclista de baja cilindrada accidentado en vías de circulación rápida”, rezarían los amarillistas encabezados del día siguiente, ¿Quién sospecharía de las macabras acciones de un transportista de mente enferma? ¿No ocurren a diario accidentes de este tipo por motociclistas imprudentes que conducen a exceso de velocidad, que invaden carriles y que rebasan por derecha en líneas de baja circulación?. En el máximo pico adrenalínico y estado de alerta que me acompañaba, alcancé a leer el emblema que adornaba aquél camión: “Transportes de carga Dahmer”; bien, al menos ya conocía el nombre de mi ejecutor. Así pues, visualicé a unos trescientos metros hacia el frente mi próxima salida, mi escaparate de la muerte, mi pequeña esperanza, mi prolongación en la estancia de la vida. Empuñé con fuerza el acelerador, lo roté a tope y mi escuálido motor respondió con un forzado y agudo zumbido, no mire atrás, mi tenebrosa compañera clavaba, emocionada, sus filosas uñas en los omoplatos de mi espalda y yo podía sentir su respiración caliente y vaporosa en mi cuello y nuca.Tomé la salida hacia la calle contigua y mi manubrio se descontroló, apreté con fuerza, pero mi llanta trasera derrapó, frené con motor y logré estabilizarme, retomé el control, justo entonces aquél maldito camión pasó e hizo sonar su estruendoso claxon. Le mostré el dedo medio. Mi destino estaba en línea recta a unos ochocientos metros de distancia. Jamás volví a tomar bocanadas de aire en medio de un mar de moscos.
En su casa, Esteban me espera. Él, un sujeto con sobrepeso evidente, creciente calvicie y espesa barba, debería de rondar los 38 o 39 años. Este hombre esperaba la carga del glucoso éxtasis que yo transportaba y que le llevaría a mantener constantes los insanos niveles de triglicéridos, y, sobre todo, ese pronunciado estómago que le caracterizaba. Este pomposo espécimen de homínido adora pregonar a los cuatro vientos —y cada que se le presentaba la oportunidad— ser parte del reducido pináculo de individuos, que, a la luz de su intelecto, conforman la alta alcurnia de la sociedad local. Su característico comportamiento, es, como sigue. Su doctrina: el alto clasismo, tan vigente como desde principios del anterior siglo; su lenguaje: arrogante y adornado; su vocalización: alargando las palabras, muy nasal, como si tuviese permanentemente una masa sólida en la boca y paladar. Él, el clásico modelo varonil al que cualquier muchacha decente y de grandes prioridades debería aspirar. Él conduce un Mercedes, por lo tanto, dice el alto plebe: “es la porcelana de los hombres''. Por supuesto, como buen espécimen masculino y de alta escala, se adelanta con seguridad, toma iniciativa y busca —De manera discreta—bellas hembras en edad reproductiva a través de medios electrónicos; claro, a la luz de las circunstancias, no importa si Esteban tiene compañera, a final de cuentas, Esteban lo merece todo, ya sea, por mérito propio o dictamen social ¿no es así?. Luego, todo en orden, siempre y cuando él actúe con cautela y precaución.
Llego yo, toco su timbre. Abre, me mira de abajo hacia arriba, hace una mueca de fuchi ¿Por qué has tardado tanto? —Pregunta—. Bueno, no importa, —me dice—. Me arrebata el encargo de las manos, me cierra la puerta. Me aparto de su entrada.
Me dirijo hacia mi siguiente viaje.