CÉSAR

Llegué de nuevo al umbral de éste cálido zaquizamí; lugar donde once carentes individuos compartimos una porción de suelo duro, uno pegado al otro. Del aire emana un vaporoso aroma a frijol recién cocido, lo que es particularmente reconfortante si se toma en cuenta que no he comido bocado alguno desde ayer; ayer cuando aquella diligente mujer preparó un plato de arroz para cada uno. Esa mujer es mi madre. Hace frío, es mediados de enero y afuera está helando. Siento bien llegar a casa después de recorrer las lacerantes calles sin ningún calzado, de ese como el que yo quisiera tener para no sentir los pies partidos cada mañana que busco el diario porvenir. En mis manos cargo siempre una vieja caja oblonga; un curtido cajón de madera donde se posa cada día aquello que se entiende, a toda lógica, como mi común necesidad. Multitudes de pies envueltos en cuero negro se posan frente a mí en una habitual rutina en la que lustro, por unos cuantos centavos, lo que es mi anhelo mismo. Soy el mayor de mis hermanos varones después del primero, pero él no se encuentra bien de sus facultades mentales. Hace dos días que se escapó de la casa y no ha regresado. A mí no me preocupa, a mi madre sí. Yo no me llevo bien con el mayor, pero soy inseparable del menor.

—¿Madre, que comeremos hoy? —inquirí—

—Frijoles, hijo. ¿Y tu hermano? —Preguntó—

—Se quedó boleando afuera del hotel, quería ganar un poco más de dinero. Tengo hambre, ¿Comemos? —Pregunté—

—No debes dejarlo solo, es el más chico, no quiero que le pase algo. Ve por él y entonces comemos. —Me ordenó—

Voy y ahí lo encuentro, justo en el mismo lugar en donde lo dejé, sentado en el cortante asfalto, puliendo afanosamente una vieja pieza de raído cuero negro que envuelve el pie de un pavoneado e insignificante individuo, quien, presuntuosamente, lee el periódico del día de este inhóspito pueblo: 16 de enero de 1966.Día mundial de la nieve” exclama el encabezado. Pero aquí no cae nieve; sólo viento helado y seco, de ese que quema la piel de las manos, los pies y las mejillas. 

—Pedro, me mando mi madre por ti. No le gusta que te deje sólo en la calle. —Le dije—

—Cesar, te había dicho que te fueras, tengo mucho jale (sic)—Contestó—

—No. Vámonos, Hoy si vamos a comer —Repliqué—

Pedro se paró de un brinco, cobró 20 centavos y nos marchamos. Al regresar, a casa mi padre me recibe:

—¿Cuántas boleadas hiciste hoy? —Me grita secamente—

—Ocho —Contesté—

Entonces arrebata de mis manos el cajón viejo de madera y revisa el material, lo inspecciona, hurga en el cepillo, escudriña la tinta, examina el envase de jabón averiguando las porciones y las medidas, las sumas y los montos. Me tira un golpe en la cabeza y caigo al suelo.

—¡Boleaste más, cabrón! ¿Dónde está el resto del material? —Me grita—

—Eso es todo lo que hice—Le contesté—

Me patea, doy una voltereta en el suelo, me reincorporo.

—No comerás hoy, vete a trabajar hasta que puedas comprar más material para ti y tu hermano. —Me ordenó—

Así es que tomo mis cosas y me dispongo para partir. Hago uno o dos trabajos en medio de una fría tarde. Discurro somnoliento por las calles, embriagado por el fuerte aroma a mezquite quemado que inunda las calles de este joven pueblo, tan joven que apenas tiene treinta y tres años, de los cuales, yo sólo he vivido ocho. Cuando menos, el suelo comienza a girar: espirales difusas nublan mi vista engañando la realidad de mi percepción. Caigo al suelo; una mancha roja aparece centelleante en mi ojo izquierdo seguida de una gran oscuridad. Despierto, veo zapatos y ya no hay nada más. Me levanto, no siento los pies ni las manos, y una costra dura  entumece la mitad de mi rostro. Recojo mi cajón y camino sin rumbo fijo. Las hojas secas de los árboles son color café, el cielo es gris, discurro descalzo por las calles en un día de invierno, estaría a salvo y cálido si estuviera en casa, banal sueño en este día de invierno. Me detengo en una iglesia del camino, me arrodillo y finjo rezar, el sacerdote da el sermón, yo sólo me refugio del frío.